CUENTO CORTO

UNA MUSA

Antonio Noel


Una musa me dijo: te voy a cobrar. Y me hice comerciante.





EL FRUTO


Antonio Noel


—Siempre te has subestimado, pero no hay límite al que no puedas llegar —lo dijo con esa voz suave y sincera con que decía las cosas.
—¿Y qué quieres que haga? —preguntó él manteniendo la sorpresa en el rostro.
—Ya sabes qué hacer. Necesitamos otro líder, uno que sepa dirigir el mundo.


Esta vez Adán dejó de sorprenderse y se le iluminó la cara mirando de reojo al árbol. Eva tenía razón: nunca se valoró a sí mismo.





COLISEO
Antonio Noel


El excelso coliseo ruge de expectación. Las gradas se vienen abajo de euforia y sale la primer víctima de la tarde. Un grito ensordece la voz de los pudientes, el de las masas siempre fue avasallador. Los corazones tiemblan al ver el riesgo, al sentirse parte del teatro sanguinolento. Un giro desesperado, la punta metálica relumbrando bajo el sol también ensangrentado, la piel manchada de un rojo esplendoroso y la baba cayendo de una boca emocionada son sublimes, como parte de otros misterios que sobrepasan la comprensión común de los seres.

Un cristiano ha salido para auxiliar al caído. Aún la valentía se levanta y termina por vencer. La víctima yace en el suelo y una estocada final le arranca un mugido, dos lágrimas salen de los grandes ojos. Parece que el tiempo no ha transcurrido. El coliseo se levanta en aplausos desmedidos a celebrar la victoria, la tarde cayó dispersa y confusa tras el último ¡óle! y todos corrieron a su siglo, contentos de haber traspasado el tiempo y las eras.



LIMBOS
Antonio Noel

Vi el túnel que dicen que se ve con la luz al final, pero no sé si porque lo necesitaban mi inseguridad y mis miedos. En esa intermitencia es difícil distinguir los lugares o los tiempos, si los hay. Sólo más allá de la luz comencé a percibir con cierta nitidez, no a ver, no a oír, no a palpar, a percibir.
Las mismas cosas, los colores que recordaba y las figuras aprendidas en mis largos años, se alineaban a mi derecha y a mi izquierda, arriba y abajo, adentro y afuera; “pensé” en el significado de esos términos y me “respondí” que no lo tienen, que dejaron de significar en el momento del cruce.
Una “imaginación” me causó pavor al recordar los misiles, los ejércitos y las multitudes encerradas en la cruz gamada, pasó a mi lado con la altanería de un caudillo y recordé la forma humana para ver sus ojos, siempre quise saber cómo eran: el acto reflejo natural hubiese sido un paso atrás hasta la caída, pero mi ligereza no permitió sino un leve movimiento, como un suspiro.
Quise sorprenderme con la posibilidad infinita que se abría ante “mis ojos”: ver todas las eras y los hombres incontables, pero me di cuenta que siempre supe esas cosas y ya no me sorprendían.
Llegaron a mí los pasos descalzos y pensé en la tierra amarilla, en las cabezas cubiertas y las costas de la predicación sonora, de las tempestades calladas y las huellas sobre el agua; también pasó de largo, también le puse ojos y una confidencia me confirmaba todo.
En seguida dejé a un lado los personajes lejanos y me concentré en aquellos íntimos que me dejaron, uno a uno los vi llegar con sus gestos de antaño y me sentí “reconfortado”, tampoco sucedió más, en ese estado de conocimiento, la familiaridad y el apego se desvanecen por acumulación de familiaridades y apegos hacia los más desconocidos seres, los “terribles” y los “luminosos”, los “oscuros” y los “bondadosos”: uno forma parte de todos y no alcanzan los límites para diferenciar lo “propio” de lo “ajeno”, pero eso también ya lo sabía.
Hoy me pregunto y me sorprendo, aquí que puedo preguntarme cosas y sorprenderme todavía: no sé por qué casualidad fui regresado, tal vez un error o una excepción a la regla (aunque ya dudo de las reglas); en aquel momento no había duda y seguro que sabía de mi retorno, pero aquí, en este mundo de certezas embusteras no me explico nada. Lo único que recuerdo es esto que escribo, seguramente al cruzar de manera definitiva sabré el motivo de mi vuelta, hoy sólo puedo ofrecer la minucia de un sueño, de una alucinación o simplemente la posibilidad de la ficción: nada es verdad en este mundo, “ya lo sabremos todo al otro lado de la vida”, me dije mientras mis pies perdían su reciente consistencia.






El redondel donde todo nace.
Zuzana Chandomí

Abrió el cancel de la entrada del jardín de su casa, éste se azotó contra la verja, el sol estaba en el cenit, sus pies rozaban las baldosas de la vereda y levantaban el polvo vetusto en cada paso. Desde la pequeña escalinata de la entrada, giró sobre sí y contempló la panorámica. Ya estaba en el jardín, su floresta, la que había plantado hace años con mucha paciencia. ¿Y qué era lo que veía ahora? Sólo ramas secas, y troncos agostados. Hojarascas. Bajó y se encaminó hacia el viejo surtidor haciendo crujir la tierra reseca bajo sus pies, como si caminara sobre un hojaldre. .Llegó a la fuente sedienta del vital líquido que tantos años antes borboteaba con vehemencia. Se sentó en la orilla de la fontana y elevó su vista cansina hacia su antigua morada, lianas enjutas en forma de serpientes la arropaban desde la base al techo de teja roja. Bajó la vista, tomó una varita y empezó a dibujar un aro en la tierra árida y desmoronada. Su pensamiento era así: “Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna”, frase que había recogido de un libro de la biblioteca y que pertenecía a Hermes Trismegisto. Pero, el céfiro envidioso barrió el redondel, cayó la varita y la tierra deshidratada volvió a quedar como estaba. Y la escena volvió a repetirse una y otra vez como en un carrusel.
Hace varios años que sucedió la tragedia y así retrocedió el tiempo: Un día fatídico e inesperado, a las doce del día en domingo, la vista de la casa lucía esplendorosa, la enredadera verdina con sus campanillas róseas trepaban por toda ella para dar frescura al interior. La perspectiva del frente de la casa era toda una fiesta de color y frescura, plétora de rosas de diferentes colores; rosa blanca, amarilla, rosa, labios de mujer, anaranjada, mamey, rojo, rubí, sangre, magenta, violeta y macetones de ramilletes blancos y amarillos de rositas que rodeaban el cuadrángulo del jardín. De súbito, un clamor angustiado salía por las ventanas de la casa: gritos, llantos, golpes, injurias, recriminaciones, insultos y…chingadazos. Los vecinos, de plano asustados, se iban acercando poco a poco y aumentaban en cantidad. El vecino de enfrente llamó por teléfono a la policía segundos después de oír el escándalo: “¡Rápido! ¡Se están matando!”. Y entonces, unos disparos paralizaron a los vecinos y al denunciante.
Antes del siniestro suceso, todo era música, risas, y choque de copas, y gente bailando cuando celebraban un acontecimiento importante para esa familia. El cotidiano quehacer del hogar lo visualizaban así los vecinos: El hombre salía
silbando del hogar a su trabajo, subía al auto y se iba hasta regresar pasada la tarde; la mujer lo despedía con un beso apasionado en el umbral y le daba la bienvenida con la misma pasión; el hijo mayor salía rápido montado en su bicicleta hacia la universidad y cuando retornaba, sus amigos, con gran algarabía, lo dejaban frente al cancel en un convertible y el joven sacaba su bicicleta del auto entre las carcajadas de sus amigos; la hija menor, después de dar un beso a sus padres en la mejilla, encaminaba sus pasos hacia su preparatoria y cuando regresaba su novio la despedía con un beso tierno. Los vecinos estaban contentos porque todo era armonía en esa calle. Ningún vecino hacía espectáculo de violencia. ¿Qué sucedió en esa casa? En el periódico se escribió la terrible noticia: “Joven fue encontrado tirado en su casa con un balazo en la sien derecha y con un arma en la diestra, al lado de su padre, su madre, y su hermana con sendos balazos, en el suelo de la sala, en medio de una laguna de sangre”.
Se hicieron las investigaciones pertinentes, se habló con los vecinos acerca de la conducta del joven y no sacaron nada en claro, únicamente unos comentaban que el joven se encargaba de plantar, regar, y cuidar con esmero los rosales y otros que les hacía muy raro que escucharan tres disparos, uno tras otro, y segundos después un solo disparo provenir de esa casa. Los detectives preguntaron a los compañeros de su facultad y tampoco pudieron averiguar su cambio de actitud, ellos decían que lo veían muy normal presentando sus trabajos y además se reunía con un grupo casi “nerd”. Nadie podía decir si el muchacho era violento con la vida, si tomaba estupefacientes, si consumía alcohol, ninguna evidencia negativa había para cometer ese crimen. Pasaron días, meses, y años sin poder resolver el caso porque nadie reclamaba nada, no apareció ningún pariente que solicitara los cuerpos. Nadie sabía de los orígenes de la familia, y de sus circunstancias en la vida. Ninguna pesquisa que indicara el porqué del cambio de actitud. Se investigó en el trabajo del padre y nada, no había ningún empleado que pudiera dar más datos de la conducta de esa familia más de lo oficialmente permitido en el contrato del personal de la empresa donde el padre trabajaba. La madre laboraba como bibliotecaria en una institución cultural. Allí los detectives hicieron rendir su declaración a las empleadas y al director del instituto por la cercanía con la occisa. Nada concluyeron.
Hasta que un afortunado, y a la vez, misterioso día, cuando el sol estaba en plenitud a las doce de la mañana de un domingo, un vecino joven caminaba por
la acera de la casa de teja roja y percibió un ligero vientecillo frío que veloz pasó a su lado, abrió el cancel y entró haciendo tremolar las ramas secas de los rosales hasta hacerlas crujir. El joven vecino palideció y como saeta se disparó hacia su casa en la misma calle. Jadeante llegó a su puerta y gritó: “Mamá, mamá, algo muy raro pasa en la casa de teja roja”. El suceso cundió como marabunta en busca de comida, y días después otro vecino ya adulto se percató de la misma situación, justo en domingo y a las doce del día. Y desde entonces cada domingo a mediodía si alguien pasaba por la verja del cancel era forzoso que sintiera el breve suspiro pasar junto al desafortunado y llenarlo de escalofríos porque ese aliento macabro crispaba los vellitos del cuerpo de los atrevidos y los hacía salir disparados del lugar.
Por curiosidad, meses después, una periodista se enteró de este paulatino evento y quiso ahondar más en lo que se estaba convirtiendo: en una leyenda. Caminó la misma acera, a la misma hora y el mismo día, mas ella no salió corriendo, siguió la ruta del vientecillo que abrió el cancel, y tras éste continuó su caminar pausado observando cómo crujían las ramas secas tiradas sobre las baldosas de la vereda del vetusto jardín que llegaba hasta la fuente polvosa, llena de tronquitos crujientes por la resequedad, y la periodista se detuvo inmediatamente al observar asombrada que una varita dibujaba un anillo en la tierra polvosa, en un segundo un viento borró la figura circular. Temblando del susto apresuró sus pasos hacia el cancel y a la calle.
Días después, la periodista visita la casa de un psíquico prestigiado para solicitarle un experimento para saber si es el espíritu del joven suicida y asesino el que pasea por el árido jardín de la casa de tejas rojas, con el propósito de descubrir el porqué de su acción criminal. El psíquico se interesó en este hecho y concertó con ella una cita para en una semana, ir los dos a la casa de teja roja, en domingo, al mediodía.
El día fijado llega y los dos aparecen al dar la vuelta de la esquina de la cuadra para llegar a la misteriosa casa, y al ir caminando hacia el cancel, los dos advierten el aura gélida pasar entre ellos con una velocidad que hasta se apartan de esa sensación helada de muerte, y abrazan cada uno sus brazos frotándoselos para sentir un poco de calor. Ven que el cancel se abre solo, de par en par, escuchan el breve crujir de las ramas agostadas y miran cómo se rompen al ir tras la nada, aunque sienten algo tenebroso. La periodista y el psíquico siguen el crujir
y el quebrar de ramitas muertas que se detiene un minuto en la escalinata hacia la puerta de la casa y continúa por la vereda que va hacia el fontanar derruido, ahí, de pronto, una varita se eleva a escasos centímetros de la tierra polvosa y delinea un perfecto redondel. Al terminar, la varita cae debido a un extraño viento celoso que lo borra todo. Entonces, ellos perciben que el aura siniestra se escapa del lugar por su paso gélido y ligero entre ambos parados junto a la fontana. El psíquico, entonces, toma la ramita e intenta hacer el mismo círculo, pero en ese instante, entra en trance y cae desmayado, la periodista trata de despertarlo pero está inconsciente por minutos, hasta que abre los ojos y le dice: “¡Vámonos de aquí”!
En casa de la periodista, el psíquico está más tranquilo y le empieza a relatar lo que experimentó al estar tirado junto a la vara: “Al tocar el palo, sentí que caía en una espiral de entes sin vida, hacia un remolino de cadáveres, llegué al fondo y me hundí hasta la cintura en un mar de muertos que alzaban sus brazos pidiendo auxilio. Sentí entonces que una mano tocaba mi hombro derecho, giré, y vi un joven que me tomó la mano y me llevó a otro nivel de vórtice donde vi a entes de luz girando dentro de éste. Al comenzar a rotar divisé en el fondo del torbellino a un joven sonriente pedaleando una bicicleta en un calle, una camioneta negra lo atropella y el joven sale disparado hacia el jardín de una casa, me acerqué a ver al joven y observé que no había sangre, y al verle el rostro me di cuenta que era el mismo joven que me llevó a ese sitio. Lo ayudé a levantarse, me dio las gracias y se dirigió a su bicicleta a proseguir su camino, en ese punto de la visión se disuelve todo y es cuando abrí los ojos”.
La periodista y el psíquico fueron a entrevistarse con las autoridades policiales y concluyeron que tenían que exhumar el cadáver del joven para que el médico forense buscara en el cráneo evidencias de un golpe que le haya producido ese cambio tan abrupto de personalidad. Encontraron la prueba, fue tal y como lo sospechaban, y desde ese día, el joven suicida, fratricida, y parricida jamás volvió a aparecer. Un letrero se vio en el cancel: “En venta”.





Cúmulo nostálgico
Zuzana Chandomí

Transitaba por el interior de la plaza comercial en busca de una cafetería. Casi justo cuando iba a entrar al lugar, me tropiezo bruscamente con tu cuerpo perdido en los muchos años mas nunca olvidado. Canas, arrugas, no importa. Miraste la hondura de mi alma, miré lo profundo de tu corazón y el impulso por abrazar emanó de ambos para fundirnos en un abrazo y un beso tan intenso como si con ello se nos fuera el último hálito de vida; el postrero adiós de nuestra juventud.
         Fue un segundo o un minuto que duró el vórtice de una amalgama de evocaciones alrededor de nuestra apretada conjunción. Resucitar las imágenes del pasado eran obligadas:

Los coqueteos en la secundaria: Al bajar o subir las escaleras, o al hacer caer un libro o un cuaderno a propósito y encontrar nuestras miradas. Y toparnos en los pasillos dizque por casualidad. Eran miradas intensas que atravesaban ambas esencias. Ojos color miel los tuyos y ojos color avellana los míos. Combinación de avellana y miel que nunca generó descendencia por tomar veredas opuestas.

El baile de fin de año escolar: Se suponía que tenía que llegar con mis primas y tú con los tuyos para reunirnos a bailar, pero no, mi voluntad caprichosa pudo más y llegué del brazo de dos amigos, uno a cada lado, y desprecié tu mano al recibirme en la puerta de la escuela. Quedó extendida, huérfana del contacto cariñoso, y tus primos soltaron poderosa carcajada. Hasta que se me antojó acercarme y sacarte a bailar y nos perdimos en un abrazo giratorio para seguir el son de la música.

El juego de ajedrez: Todas las tardes venías a mi casa a jugar ajedrez como pretexto para estar juntos hasta que el juego se convertía en un campo de batalla por no gustarme perder, rara vez te ganaba y era un verdadero triunfo hacerlo, pero ahora en el presente, pienso que me dabas la oportunidad de ganar para no recibir la lluvia de piezas de madera y el tablero sobre tu cabeza.

El convidado a la cena: Después de cenar en mi casa, nos sentábamos en el pretil del zaguán a conversar de asuntos fútiles o útiles. Era la hora de robarnos los besos tiernos, candorosos y traviesos. Era la hora de cautivarnos con arrumacos como los pichones en el ático.

Los bailes vespertinos en mi casa: Algunos compañeros y vecinos hacíamos un pequeño festejo por cualquier motivo, eran más mujeres que hombres y nos divertíamos de lo lindo. Y tú más que nadie. Las carcajadas de nuestra juventud se escuchaban a cien metros a la redonda y más cuando yo me soltaba de tu mano al bailar rock and roll e iba girando hasta caer sobre el sofá lleno de discos de acetato y rompía más de uno. King Creole nos traía como locos con el ritmo oscilatorio de las caderas de Elvis Presley, y en español, la voz varonil de Enrique Guzmán hacían lo suyo al interpretar el mismo tema musical con Los Teen Tops. La entrada de la canción nos hacía perder el seso mucho mejor que cualquier droga.

Las despedidas en la estación de ferrocarril: La mayoría de las veces era cuando venía hacia la capital. Había una fila de bancas a un lado de la estación para esperar la salida del tren. Y siempre estabas ahí, esperando con tu semblante cariacontecido, con el corazón estrujado por mi partida y te decía: “Deja de mirarme con esos tus ojos de borrego ahorcado que me disgusta tanto”.

Las visitas a tu casa materna: Tu madre me confeccionaba los vestidos que necesitaba para ir a los bailes contigo, escogía los mejores modelos, los que me quedaban más que bien, y hasta me prestaba sus joyas para lucirlas ante ti. Mientras esperaba las pruebas en turnos, platicaba con tu prima que me contaba todos tus secretos y me decía que su tía tenía la ilusión de ver a su hijo casado conmigo. Yo sólo me reía con fuerza ante esa lejana posibilidad. Luego comentábamos acerca del baile Blanco y Negro en el Country. Era todo un acontecimiento para la sociedad y nunca faltábamos por pertenecer a cierta élite. Tú, vestido de negro esmoquin y yo de brocado blanco elaborado por tu madre y su collar de perlas. Nos tomaban fotos para la posteridad. Para mí eso era un juego más de vanidad.

La rival: Había una muchacha empeñada en atraparte al precio que fuera. Con la fortuna para ella de que yo no era nada celosa, ni me gustaba andar peleando por el amor de un hombre—mis ideas acerca deEroseran anormales—. “Si me quieren bien, si no también” era mi máxima. “Ya parece que iba yo a ser como las demás mujeres de mi tiempo”. Me acosaba por teléfono, me amenazaba para que me alejara de ti. ¡Pobre utopista! Le contestaba: “El que se debe alejar es otro. Yo no estoy tan urgida como tú”. Sólo quería vivir el presente que la vida me otorgaba y aprovechar las circunstancias de mi realidad. Otro de mis lemas era: “Primero yo, después yo, y al último yo”.

Los escarceos en la ciudad capital del país: Venías con tus compañeros de facultad a visitarme a la casa de huéspedes frente al colegio donde estudiaba. Ellos se iban y te quedabas conmigo para salir a dar una vuelta a los jardines o parques de la gran ciudad. En nuestros paseos, al caminar por las banquetas, nos hallábamos con esas plantas de hojas puntiagudas y duras como estiletes que cuando pasas te pican, pues yo te empujaba hacia ellas muerta de la risa y me decías: “¡Me vas a sacar un ojo!” Y yo contestaba: “¡Te lo mereces¡” ¿Por qué lo hacía? No lo sé. Pero en la calma y la oscuridad de entrada la noche dejaba que me dieras unos cuantos besos con mucho cariño y te los devolvía. Decían mis compañeras de colegio: “Eso es amor indio”. Yo no contestaba porque no sabía qué era.

Vino el tiempo con sus circunstancias triviales, y pasó tan rápido que no supe cuándo terminó esa amistad. Un día supe que vivías lejos con tus tragedias, y yo había tomado veredas distintas pero felices a mi manera.


VENUS

Zuzana Chandomí



Genaro salió al balcón a respirar aire fresco. El cielo estaba despejado, ni una nube asomaba y en su negrura la luna esplendorosa iluminaba el lugar donde aspiraba el aroma de los abetos, oyameles y pinos que se extendía como embrujo desde el bosque hasta la cabaña. Las estrellas titilaban juguetonas. Parecían guiñarle los ojos del éter. Buscaba las constelaciones con curiosidad, retándose a sí mismo si podía distinguir entre la Osa Mayor y la Osa Menor, pero la que más llamó su atención era Venus, tan brillante, parpadeante y sugestiva. Fue entonces que pensó en Elena: —¿Dónde estará? ¿Habrá recibido mi mensaje? Se sintió lleno de vitalidad al recibir el céfiro oloroso a resina y miró hacia el bosque. De súbito, la imagen de Elena por entre los árboles lo distrajo de sus ejercicios de respiración. —¿Ella aquí? No puede ser.
Recordó aquella mañana de estío ardiente junto al lago. Fue cuando Elena le dio la cachetada y él se puso rojo de la rabia. Huyó de ella. -¿Qué dije? ¿Por qué la recuerdo si ella me rechaza? Volvió a mirar a Venus, y pensó —Elena es como Venus. En efecto, ella tenía un fuerte carácter, lo aceptaba cariñosa pero con cautela. Él creía que Elena jugaba con sus sentimientos y se sentía incapaz de comprenderla.
La vio venir hacia él, su caminar era sensual, movía las caderas como buque en altamar, y él empezó a sentir cierto cosquilleo en la ingle. Elena se acercaba y en cada paso manaba su sexualidad inquietante. De improviso, la imagen cautivadora se difumina, desaparece, ¿qué pasa? La fuerza del deseo de verla, abrazarla y confesarle qué tan perdido estaba por ella lo estaba enloqueciendo. Iba a voltear para entrar al interior de su recámara cuando…
Un fuerte dogal de brazos aterciopelados, calientitos y amorosos le rodeó el cuello, y luego el torso, más abajo, abajo y no resistió más. Al grito de —¡Elena! giró y se hundió en ese mar voluptuoso de amor y deseo. Ella sólo dijo: —Te amo, con aquella voz típica de sí misma: aniñada, coqueta, tierna y zalamera.







TAXIDERMIA.

Karla Rojas.
(UNAM, FFyL)

Siempre he visto mi actividad como un pasatiempo más que como un medio de vida. Un pasatiempo que con los años se volvió mi pasión; modestia aparte, soy el mejor en el ramo; por eso cuando aquella anciana mujer me solicitó ese trabajo tan peculiar me sentí tremendamente atraído, significaba un reto que me consagraría no solo como el mejor, sino como el único. Y acepté el trabajo.

Era ella una mujer mayor que por algún motivo me recordaba a mi bisabuela: el cabello blanquísimo, su cara surcada por los certeros zarpazos del tiempo, y esos ojos tan profundos, como sus años, que no podría decir de qué color eran; sus manos, cubiertas por una piel que parecía una ligera capa de cebolla conteniendo apenas los huesos, se entrelazaban como quien reza y espera un milagro. Y el milagro lo haría yo.

—Por favor —su voz era una súplica—, por el dinero no se preocupe, podemos arreglarnos.

—No es eso señora…

—Sólo quiero cumplir la última voluntad de mi esposo —me interrumpió—. Tengo excelentes referencias suyas. Nadie se va a enterar, confíe en mí.

Sólo me pagaría el material que iba a usar. No quise cobrar honorario alguno por un trabajo que obedecía más a una obra de caridad, porque eso pedía la anciana: caridad para aligerar su dolor; por caridad acepté perpetuar el objeto de su amor, el eje alrededor del cual debían seguir girando los años que le quedaban por vivir. Debo aceptar que también lo hacía obedeciendo a mi deseo de triunfo, en un afán de autosatisfacción.

Haría el trabajo en su casa, así que hasta allá trasladé todos mis utensilios y me instalé un pequeño “taller” en el sótano. Llegaba todos los días a las siete de la mañana y me retiraba a las siete de la noche, quería terminar lo antes posible.

Mi trabajo satisfizo a la anciana, que sentía borrada su viudez; así me lo decían la expresión de su cara, el repentino brillo que regresó a sus ojos iluminándolos y su sonrisa como la de los niños descubriendo el regalo anhelado.

—No se equivocaron quienes me lo recomendaron, es usted el mejor —dijo con una sonrisa que casi la hacía verse joven de nuevo.

—Me alegra que le haya gustado, señora —fue lo único que pude decir.

—El fin de semana se reunirá mi familia, me gustaría que nos acompañara, por favor.

—Será un placer. —Por segunda vez, no pude negarme.

El sábado llegué puntual a la cita, toda la familia me agradeció haber accedido a cumplir la última voluntad de un muerto, sobre todo por lo que ello implicaba. Nos sentamos a la mesa, con el esposo de la anciana en la cabecera. Mas que comida, aquello era un banquete especialmente preparado para la ocasión. La familia en pleno charlaba, reía, brindaba y se dirigían al jefe de familia con el mismo respeto y cariño de siempre. Después pasamos a la sala para tomar café, nuevamente el patriarca ocupaba el lugar de honor: su sillón favorito cerca de la chimenea. De cuando en cuando, los niños entraban corriendo a la sala, le daban un beso a su abuelo y volvían a sus juegos en el jardín.

—Se ve tan vivo… —suspiró una de las hijas.

—Parece que sólo está durmiendo, hasta el color y la textura de su piel están intactos. Si alguien llegara en este momento creería que está vivo —dijo el mayor de los hijos.

Comentarios como esos se escucharon durante toda la reunión. No puedo negar que me sentí orgulloso cuando todos hablaban del difunto como si estuviera vivo, y es que esa era la apariencia que tenía. Estaba más que satisfecho con mi trabajo, y ellos también: me halagaron y agradecieron hasta el cansancio, siempre en voz baja o apartados del jefe de la familia, como si no quisieran que se enterara de su propia muerte.

La alegría de la familia me exculpó de lo que podría calificarse como un delito e incluso, un sacrilegio. Disecar humanos es ilegal pero, ¿cómo negarme al reto de competir contra la naturaleza misma?

Durante el regreso a mi casa me detuve un instante a mirar el cielo: faltaban dos días para luna llena; la serenidad de las estrellas, el silencio de la noche y la brisa suave que acompañaba un rumor de hojas me inundaron de una extraña y discreta felicidad.


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Aviones
Jesús Ruiz

(INVITADO UNAM)
Para Lucy



–¿Por qué están pegados los aviones a esos tubos?

–Los sujetamos para que no escapen.

La toma en sus brazos para treparla a uno de los avioncitos mecánicos, que giran en círculos para deleite de los que aún no se preocupan por nada. La observa atentamente mientras el avión gira, junto con los otros aviones repletos de sueños, de sueños repletos de niños. En la penúltima vuelta, se sujeta fuertemente al avioncito.

– ¡Suéltalo!, ¡suéltalo!

Mira a su alrededor mientras se va acercando al aeroplano con un desarmador de cruz en la mano izquierda. Camina al ritmo del avión, lentamente a su lado.

– Sólo quiero ver mi casa desde arriba, quiero verlo todo desde arriba.

Se apresura a desarmar el avión.
La niña se quita el sujetador de su pelo ondulado, dejando a éste fungir como amortiguador para el aire. Y la ve volar, y la ve alejarse hacia las nubes, y la ve, sólo él la ve. Desea volar con ella, desea él, volver a tener seis...Y regresa, se posiciona resplandeciente, a diez metros de altura sobre él, arrojándole el desarmador de cruz a sus manos. “¡Desatorníllate!...¡desatorníllate!...” Oye a lo lejos, mientras escucha el sonido de su desarmador golpeando el suelo.

27 de septiembre de 2010



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Cita. 







































Karla Rojas
INVITADA UNAM

—¿A qué sabe tu labial? —

—Horrible…—


Y la besó. Y el beso a la salida del cine terminó en un hotel de paso. Hicieron el amor (¿el amor?) como recién casados en su primera noche juntos, ella con un aire virginal, él tímido y cortés, con ternura, descubriéndose y reconociendo sus cuerpos, sincronizando su respiración. También lo hicieron como esos amantes que aguardan un día específico de la semana en el que se entregan llenos de ansiedad y lujuria contenidas, exacerbando cada sensación. Se besaron y se mordieron, se abrazaron y se estrujaron. Entre las sábanas sus cuerpos chocaron y se repelieron, se liaron entre el sudor y el deseo. Jugaron a ser lo que no eran.


En la tregua de un beso él la mira, toma su cara entre sus manos, besa sus ojos, la aprieta contra su pecho, le dice palabras dulces, tiernas, sus labios buscan refugio en el cuello de la que, en ese momento, es su mujer. Ella se deja llevar, abre sus labios sólo para recibir la humedad de un beso, no piensa.


Afuera la noche va ganándole terreno al azul-violeta del atardecer. Otra vez se lanzan en fiera batalla por la conquista, siempre efímera, del placer. Las palabras tiernas se vuelven frases prohibidas, suspiros, gemidos. La noche cae junto con sus cuerpos rendidos, húmedos, temblorosos.


Nuevamente la calma, las luces y los ruidos de la calle que trepan hasta el segundo piso en el que se encuentran desnudos bajo las sábanas los dos cuerpos anónimos. Él tiene los ojos cerrados ¿duerme? Ella busca su ropa, la va recogiendo junto con su pudor y empieza a vestirse. Él abre los ojos ¿despierta? y la imita.


Ella se alisa la ropa, acomoda su cabello y su conciencia, él la abraza y deposita un último beso en su cuello. A través del espejo se miran a los ojos. Antes de dejar el cuarto él vuelve a tomar su cara entre sus manos y murmura algo.


—¿Me quieres? —

—…

 
Afuera acecha la soledad.



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La gallina.

Necesito una gallina -dijo después de que terminamos de comer-.

En la mesa se amontonaban trastes sucios, en ellos se paraban algunas moscas que entraban y salían de la casa. Se meten por el hueco del cristal roto de la ventana.

-Escoge, no quiero que estés llorando luego- agregó mi madre.

Tuvo cuidado en advertirme a tiempo, a mi no me gusta que maten a las gallinas, son con las que comparto mi tiempo de ocio: las alimento, las cuido y me estoy con ellas mucho rato, por eso me da la oportunidad de escogerla.

La primera vez que mató a una era todavía muy pequeño pero quede lo suficientemente impresionado para no vivir en paz desde entonces. Cuando crecí entendí lo que era parte de la cadena alimenticia. Sin levantar mis trastes salí de la casa rumbo al gallinero dando pequeños pasos pues mis pantalones cortos se caían; el lazo con el que los sujetaba se había roto por la mañana.
Llegué a la reja, las vi, descansaban echadas dentro de sus huacales, quietas, como esculturas de piedra. Unas parpadeaban con flojera otras tenían la cabeza escondida entre las alas. Pensé que todas eran iguales: picos amarillos con dos hoyos ensortijados, ojos cafés, redondos y asustados, pescuezos largos y torcidos. Ahí parado, agarrado con mis dedos a la malla descubrí a una desplumada que me pareció grotesca y repugnante.

¡Ya sé cual morirá! -me dije-.

Un extraño sentimiento sobrevino en mi cabeza, ahora que mi mamá iba matar a una era el mejor momento para eliminarla. A veces me siento como un dios que decide el futuro de sus vidas. Eso empieza a gustarme.
Salí corriendo sosteniendo mi pantalón a decirle cual era la elegida.
El sol caía a plomo, dentro del gallinero hacía mucho calor los vapores del excremento acumulado volvían difícil la atmósfera. Entró y ellas se removieron, escondiéndose, yendo y viniendo en todas direcciones. Mi mamá, una mujer gorda de brazos anchos y negros de tanto sol sabía como agarrarlas, parece tarea fácil pero la verdad no lo es. Parada dentro como estatua esperaba el momento para sorprenderla, como lo hacen las arañas con las moscas y de repente un brinco, un manotazo, la tenía entre sus manos, la asió a su cuerpo y la imposibilito.

-No está gorda, pero seguro que podremos hacernos un buen caldo con sus pellejos- aseguró mientras la sostenía.

Ya estaba todo listo en el patio de mi casa, un lugar lleno de chunches donde mi madre había puesto ya los instrumentos necesarios para la tarea del sacrificio. Un tronco vertical bastante gastado, un machete desvencijado, una tina verde y un tambo de fierro donde comenzaba a hervir el agua.
En casa siempre ha habido moscas pero hoy parecía que había más que de costumbre se pegaban a todo, a mis manos, a mi rostro como si quisieran detenerme pues a cada movimiento llegaban más y más. Las piernas de mi madre estaban repletas de ellas, pero no pereció importarle demasiado yo creo que estaba acostumbrada porque no hacía por espantarlas.

El paisaje ya de por sí desolador me parecía aterrador, se paraban en la carretilla oxidada, en la tina verde y en el tambo con agua caliente, muchas de ellas caían al fuego, eso no lo había visto nunca. Mis piernas eran manchas negras, mis brazos, mi cara y aunque las espantaba regresaban enseguida con más fuerza, con más refuerzos.

-Mira estas cabronas, pero bien que huelen la muerte- gritó mi madre cuando acercaba el pescuezo de la gallina al tronco. La tomó con firmeza y la ofreció al filo del machete.
-Apúrate cabrón que se nos va-.

Su grito me tomó por sorpresa y las nauseas que me provocaba sentir tantas moscas a mi alrededor que intentaban entrar en mi boca, en mis narices y hasta por mis ojos, como queriendo esconderse provocaron que me temblaran las piernas, mis manos no tenían fuerza y mi aliento se entrecortaba. Tomé el machete y lo levante lo más que pude; el sol me penetraba la cabeza y confundido, casi desmayado lo deje caer con todo su peso, con todo su filo en un arco incierto.

Un ronco y penetrante grito me hizo volver en sí, mis ojos se despejaron y sosteniendo aún el machete vi tirada y llena de sangre una mano, la mano de mi mamá.

Como cámara lenta la vi, moviéndose violentamente y gritando con estruendo, como si el mundo se la tragara y dependiera su salvación del grito. El dolor la convulsionaba y la atacaba convirtiéndola en un cuerpo deforme, mientras la gallina se alejaba sin mayor pena que la de aletear con gracia para alejarse de la muerte.

                                                                                                                                Makario Xochime

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Estimado señor T.

Esta carta (e-mail) que envío a usted es para informarle que mi estado de salud ha mejorado considerablemente, ya no me lagrimean tanto los ojos como ayer, que pareciera cargaba una pena tan grande que aprovechó  usted para darme las condolencias en repetidas ocasiones. Por mis fosas nasales ya no escurre ese líquido espeso que a tantos (incluyéndole) les da asco, llamado por todos: moco. Por otra parte le comento que las decisiones que he tomado en últimas horas son irrevocables hasta nuevo aviso, dentro de ellas se encuentra no tomar ningún tipo de ducha por lo que le recomiendo a la gente que quiere entablar algún tipo de conversación, estar a más de un metro de distancia para no ocasionar incomodidad alguna, también he decidido no cambiar de ropa, considero que ésta, no está lo suficientemente virulienta como para hacer el cambio respectivo. Tal vez mañana amanezca con una perspectiva diferente respecto a este punto y decida hacer el cambio.
Respecto al trabajo que me ha asignado le comento que sigue en proceso (o al menos eso intento). He decidido antes de comenzar mandarle este informe para que no aturda sus nervios y quéde en la mayor tranquilidad posible, le recalco que su pendiente está en buenas manos.
Sin otro inconveniente, se despide de usted Z.



Sága 2011

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